jueves, 18 de julio de 2013

Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto

 
1. En la extensa entrevista audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze (1988), producida y realizada por Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta, refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se encarga de matizar que no se trata invariablemente de «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir cierto arte] consiste “(…) en liberar la vida que el hombre ha encarcelado”.

 
La ecuación sería la siguiente: crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de por haber transigido ante lo que esos otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y no cualquier otro.
 

Reformulemos, pues, la afirmación de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual, ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las atrocidades que se repiten en el presente.
 

2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma rotunda a diferencia de otros tiempos.

 
Es cierto que podríamos replicar que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente. El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder, etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de la vida. Puestos en la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la posibilidad de otra vida.

 
Situados en una perspectiva histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado: la otredad es parte de la mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo hedonista.

 
Lo atroz quizás ya no puede nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos a salvo en el reparto de las desigualdades.

 
 
3. Resistir es crear otras posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario que nos permita dejar de transigir, esto es, no ceder a la política de resignación que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera indefinida su coexistencia con el mal que lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política. Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).

 
La vergüenza es parte de nuestra experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio, corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese “ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que Bourdieu llama especialistas en el manejo de los capitales simbólicos, resulta de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse como verdugos. Puesto que los «intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito presuponer su participación en prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo participan en la producción de hegemonía.


Para decirlo de un modo inclusivo: ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?

 
4. Sería un error suponer que la baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una «política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.

 
No es preciso disociar esas dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente, de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados. ¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como «político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas de vida?

 
Tal vez sea preciso insistir en el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social transformadora. Ante la vergüenza de nuestra complicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto: la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso aquella que se justifica teóricamente.

 
No se trata, en este sentido, de un llamado simple a la acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima, dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado en el que sobreabundancia y carencia coexisten.

En ese contexto, reflexionar sobre nuestras posibilidades de acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos» individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista) de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos» que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”, nuestro deseo de salir no perdería fuerza.

La vergüenza sigue ahí. “Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.

 

 Arturo Borra

 
(1) Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
 

(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.

 

 

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